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Julio Rodiño Durán

Director Editorial

Edición

La agricultura como espejo

Desde mediados del siglo pasado hasta hoy, el plástico se ha convertido en un elemento no sólo presente sino protagonista de nuestra vida. Pareciera que cada uno de los artículos que utilizamos para realizar nuestras tareas cotidianas lo incluye. En 2017, un artículo publicado en la revista Science Advances y firmado por el ecologista industrial Roland Geyer, de la Universidad de California en Santa Bárbara, calculó el volumen total de todo el plástico producido a la fecha: 8.300 millones de toneladas. Si el número por sí solo no lo termina de asustar, hay más: de ese total, unas 6.300 millones de toneladas ya son residuos, de los cuales 79% se encuentra en vertederos o en el entorno natural. Cada año, ocho millones de toneladas van a parar al mar. Pese a las normativas que buscan establecer el uso de bolsas reutilizables, la tendencia no muestra síntomas de ir en declive porque no se trata sólo del uso de las bolsas. Concebimos la vida moderna asociada a una enorme cantidad de artículos de “uso único” que incluyen plástico, lo sepamos o no: botellas y embalajes, pero también cosméticos, insumos médicos y un larguísimo etcétera. Un estudio presentado al Foro Económico Mundial de Davos prevé que para el 2025 el océano albergará una tonelada de plástico por cada tres toneladas de pescado, mientras que para el 2050 el plástico ya sobrepasará el peso del pescado en el mar, a no ser que la industria tome medidas para evitarlo. Así, los costos asociados a su uso van desde una mayor dependencia del petróleo (un 4% de lo extraído se usa para fabricación de plástico) hasta cifras multimillonarias destinadas al reciclaje, donde por un lado apenas el 14% del plástico de envases es recogido para reciclarse y, por otro, los altos precios del petróleo hoy hacen que sea más caro el proceso de tratamiento que el producto recuperado.

El daño al medioambiente es brutal e incluso tiene consecuencias sobre la salud humana. Primero, según un informe de 2016 de la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria, dado el potencial de contaminación por microplásticos en tejidos comestibles de peces comerciales. Segundo, por la presencia en el agua potable e incluso en aguas embotelladas. Y tercero, de modo directo por acción de algunos compuestos como bisfenol A o BPA, cuyos efectos dividen al mundo científico: mientras la FDA afirma que nuestro organismo lo elimina fácilmente antes de que llegue a ser perjudicial, otros estudios científicos indican lo contrario (algunos plantean que se encuentra presente en la orina del 90% de los humanos).

¿Pero por qué hablar de plásticos en una revista sobre agricultura? Porque quienes los consumen y quienes los regulan son los mismos, y porque las reacciones en torno a su uso pueden servirnos para pensar. Por ejemplo, ¿por qué pese a todos estos datos en verdad escalofriantes los consumidores no toman mayor conciencia respecto de sus peligros ni hacen los mismos esfuerzos por evitarlos que en alimentos de origen agrícola? ¿Por qué estas diferencias? Una teoría posible es la forma en que los alimentos son consumidos, es decir su ingesta directa. El efecto de introducir al cuerpo algo que se cree potencialmente dañino (sea amenaza real o no) genera mucho más miedo que vincularse con lo tóxico de otra forma, como en el caso de las ondas de radiofrecuencia o el plástico que conforma el teclado con que es escrito este texto. No es que sea más o menos tóxico, sino que es más tangible, más fácil de percibir. Otra teoría, no excluyente, es la facilidad con que un alimento puede suplirse con otro. Si sospecháramos de que un alimento es perjudicial o no del todo inocuo, basta con elegir otro de características similares.

Desde hace años, casi de memoria, se repite aquello de que la agricultura sufre la enorme presión de tener que producir más cantidad, de mejor calidad y sin perjudicar al medioambiente. ¿Es justo entonces que el consumidor le exija tanto y tan poco a otros sectores? Quizás no, pero tampoco importa. Es más, me atrevo a decir que tal vez sea lo mejor que le haya pasado a la agricultura desde hace varios siglos: nunca había tenido la vara tan alta, nunca el estímulo por mejorar fue tanto. El riesgo es alto, pero el premio es único: convertirse en una actividad que sea un modelo para todas, desde las industrias pesadas y las extractivas hasta los proveedores de servicios. La agricultura como un espejo ante el cual medirse, una referencia para todas las industrias que busquen soluciones al desafío de lograr más, mejor y con más cuidado.

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