A veces vale la pena volver a recordar el estado de nuestra agricultura al final de los años setenta o comienzos de los ochenta, que hasta entonces no había sido objeto de la implementación masiva e integrada de políticas de fomento a la producción o financiamiento que ayudarán a su desarrollo y crecimiento. Para graficar la situación, permítanme citar las palabras del ex ministro de Agricultura Carlos Furche en su introducción (2018) al informe llamado “Agricultura chilena, reflexiones y desafíos al 2030”. Allí Furche señala: “Sin lugar a dudas el rol y valorización de la agricultura como agente de desarrollo del país ha cambiado significativamente en los últimos cincuenta años. En los años sesenta la agricultura se caracterizaba principalmente por ser un proveedor de alimentos crecientemente deficitario para el mercado interno y de mano de obra para otros sectores de la economía. En la actualidad este sector es señalado como uno de los pilares estratégicos de nuestro desarrollo, no sólo por su importante contribución al Producto Interno Bruto (PIB) y por ser una relevante fuente de empleo, sino también porque en su desempeño como sector exportador, ha generado una imagen de calidad y seriedad en los principales mercados del mundo…”. Esta transición para llegar a ser hoy una potencia exportadora agrícola no ha sido fruto de la improvisación.

Para enfrentar este desafío, Chile ha ido implementado progresivamente un conjunto de iniciativas legales e incentivos cuidadosamente planificados. En esta lista no podemos dejar de mencionar a Prochile y su gran trabajo en apertura de mercados externos y subvenciones en giras técnicas al exterior; Corfo, con créditos directos (años 80 y 90) de fomento a la inversión con tasas y condiciones especiales para la agricultura; los múltiples acuerdos de Libre Comercio que han mejorado la posición relativa de la oferta chilena en relación a otros competidores; la creación de organismos de transferencia tecnológica público-privada como la Fundación Chile, que tuvo un papel fundamental también en los años 80 y 90; las mejoras en gestión implementadas en INIA, FIA y el SAG como servicios clave en la cadena alimenticia; el mejoramiento de la asistencia técnica de INDAP hacia la pequeña agricultura PRODESAL; la Ley 20.283 de fomento forestal, y la Ley 18.450 de fomento al riego tecnificado. Esta última es considerada por todos los expertos y agricultores como la de mayor impacto para el desarrollo general del sector en los últimos cincuenta años.

El origen o espíritu de esta ley es fomentar a través de la tecnificación de la infraestructura y equipos de riego, la eficiencia en el uso del agua de manera tal que aumente la cantidad de agua disponible para incorporar más hectáreas productivas de riego, contribuyendo con esto al desarrollo y crecimiento del sector.

Actualmente, se tramita la prórroga de esta ley y algunos importantes cambios en sus mecanismos de asignación. Uno de ellos dice relación con limitar el acceso, bajando el límite general efectivo, de 100.000 UF actuales a 25.000 UF, a quienes puedan postular a esta ley. Esto debido a que se consideraría que las empresas de entre 25 mil y 50 mil UF de ventas podrían acceder sólo a un 2% del total de los recursos anuales disponibles, lo que hace efectivo que el límite total real quede en 25.000 UF. Desde su promulgación esta ley ha permitido aumentar en un 350% la superficie de riego tecnificado en Chile. El incentivo real debe seguir siendo “la eficiencia en el uso de este recurso”. Poner el techo en las 25.000 UF es sin duda un retroceso, si pensamos en que dejaremos fuera una gran cantidad de empresas agrícolas medianas. Asimismo, es importante revisar el mecanismo de restitución del caudal hídrico ahorrado, vinculando este porcentaje con la disponibilidad real de la cuenca. En algunos casos podría ser mayor al 25%, así como en otros este porcentaje podría bajar. Creemos que estos grandes detalles deben ser revisados con atención.