Un límite a la eficiencia
Editorial de la edición 162 de Mundoagro.
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Insistentemente hemos escuchado y aprendido que los procesos de innovación se generan mayormente desde del sector privado en una carrera por mejorar sus capacidades de competitividad. Solo los privados generan el dinamismo y la innovación necesarios, que resultan finalmente en nuevos y mejores productos y servicios. Es lo que usualmente se nos enseña en las escuelas de economía y tanto el socialismo como el capitalismo, si es que así se puede dividir el mundo, han internalizado este relato al punto de convertirlo en un dogma. Me atrevería a afirmar que gran parte de este mito es cierto, sobre todo cuando se analiza desde el punto de vista de la asignación de recursos y del dilema económico sobre qué servicios y productos necesitamos producir en una economía.
Sin embargo, al momento de asumir el altísimo costo que significa, sobre todo la investigación básica y sus intrínsecos procesos de prueba y error, es el sector público a través de instituciones, universidades, centros de investigación y organismos dedicados al financiamiento de investigación y desarrollo que se han hecho cargo, en mayor proporción, del costo en recursos financieros y del alto riesgo que involucra esta actividad, situación que en algunas industrias sería imposible de asumir por el sector privado. ¿Juega entonces el Estado un papel importante en la generación de valor en innovación? ¿Es importante el Estado al momento de generar investigación y desarrollo? Algunos contestarían que el Estado ha sido siempre un ente lento, conservador y burocrático, que no está preparado ni capacitado para involucrarse en generar innovación. Nada más lejano a la realidad. La ambición política, la competencia entre Estados por ganar la carrera armamentista en su momento, y en paralelo la carrera espacial y aeronáutica, la necesidad de ejercer dominio sobre ciertos recursos como el petróleo, por ejemplo, han hecho que el Estado (sobre todo el de algunas potencias) haya sido fundamental como motor de creación de valor en innovación. De hecho, el más potente que haya existido en los últimos 70 años.
Y tampoco hace falta retroceder tanto en el tiempo: la investigación y desarrollo que existe detrás de nuestros teléfonos inteligentes es en gran parte fruto de esta misma sana ambición del Estado, y también de la industria privada, por cierto, por ganar posiciones de privilegio en algunos mercados y actividades consideradas estratégicas, y por ende debe reconocerse el rol de cada uno en el desarrollo de la innovación. A modo de ejemplo, muchas de las tecnologías integradas en un iPhone son fruto de la investigación y desarrollo que, por razones estratégicas de Estado involucraron en su momento a los sectores de defensa, energía, aeronáutica y comunicaciones: la pantalla táctil fue desarrollada por la Universidad de Delaware; Internet es generada por el Departamento de Defensa de EE.UU., lo mismo que el GPS; el HTTP por el laboratorio europeo CERN; la batería de ion litio se inicia en una investigación del Departamento de Energía. Tampoco debe minimizarse el gran trabajo que asociativamente realizó el sector privado. En el caso del iPhone, los ingenieros de Apple y la mente privilegiada de Steve Jobs fueron capaces de integrarlas de una manera armónica y asignarles una función que nos pudiera ayudar en nuestra vida diaria, agregarle el factor diseño, sin el cual no habría podido ser el éxito que es hoy en día, y por supuesto, advertir una serie de necesidades que el mercado aún no conocía.
Este último ejemplo, me lleva a otro más institucional que durante los años ochenta y noventa fue un exitoso modelo de soluciones innovadoras a partir de la asociatividad público-privada. La investigación y desarrollo creados en otros mercados del mundo y su aprovechamiento para adaptarlos y transferirlos de una manera inteligente y pensada a la realidad chilena. Esta fue por muchos años la misión principal de Fundación Chile. Este organismo fue creado por el gobierno de Chile en asociación con la empresa norteamericana ITT y tenía como función principal en esos años, buscar las ventajas comparativas de Chile en diferentes mercados para desarrollarlos desde cero como es el caso de la industria del salmón y, por otra parte, detectar oportunidades en las cuales innovando en procesos de investigación y desarrollo podrían potenciarse otras industrias como lo hizo finalmente con el sector frutícola, forestal y pesquero. La trascendencia y el valor de la asociatividad público-privada está hoy en día cuestionada y su importancia debe ser restablecida.
En el agro, instituciones como INIA, FIA, CORFO, PROCHILE, la ANID (Agencia Nacional para la Investigación y Desarrollo) deben ser potenciadas para que se promueva la generación de nuevas alianzas con otros actores e instituciones públicas y privadas sin olvidar a la academia. No estaría de más hacer un cambio en la misión de estas instituciones para que se potencie su aporte a la sociedad, en asociatividad con otras empresas y organismos con el propósito de impulsar la transformación de Chile hacia la economía del conocimiento.
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Robert Edition
6 minutes ago